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24/09/2025

“No se puede hacer más lento”: el ilusionista que se quedó manco a los nueve años y se ganó la admiración de David Copperfield

Fuente: telam

Era diestro y tuvo que aprender a hacer todo con la mano izquierda, incluso los trucos con las cartas que le encantaba hacer. Con ellos triunfó primero en la Argentina y después en el resto de América y Europa

>“No se puede hacer más lento”, decía René Lavand con estudiada teatralidad cada vez que terminaba su truco de separar con una sola mano –la izquierda- las cartas rojas de las negras, una y otra vez, cada vez a menor velocidad pero sin que los espectadores pudieran descubrir el secreto. Y cada vez que lo decía, el público estallaba en aplausos. No le gustaba que lo llamaran mago, ni tampoco prestidigitador. Quería que lo consideraran un ilusionista. “Ilusionismo, ilusión, ¡qué bien suenan estas palabras! Me gustan más que magia, magos, prestidigitación, prestidigitadores. Me gustó el término de por sí y, además, a mi juicio, es el que más se adapta para calificar nuestro arte, pues somos precisamente eso: creadores de ilusiones. ¡A lo que puede hacernos llegar una ilusión!”, decía.

-¿Qué hay que hacer para conseguir hacer la magia de forma tan profunda y personal como usted?

-Pierda una mano.

Lavand lo explicaba así: “Tuve la suerte de no poder copiarle a nadie. Porque no hay libro ni maestro que te enseñen técnicas para mano izquierda, así que tuve que hacerme autodidacta. Porque yo tenía la suerte de tener una sola mano. Y así surge el estilo, la personalidad, lo que no se puede copiar”, contó en El gran simulador, el documental que Néstor Frenkel sobre su vida.

Héctor René Lavandera, que así se llamaba en los documentos detrás del nombre artístico que había construido omitiendo el primero de sus propios y acortando el apellido, sabía muy bien de lo que hablaba, precisamente porque él mismo era el resultado de una ilusión que había acunado desde chico, quizás desde el día mismo en que perdió su mano derecha en un accidente.

Tenía 7 años y esa tarde vivió una mezcla de fascinación. Lo que lo fascinó fue la habilidad de ese hombre de rasgos orientales para hacer trucos con las manos; la desesperación, porque no podía descubrir cómo los lograba. Casi al final del número –esto podría leerse como una leyenda, pero lo contó el propio ilusionista muchos años después– la desesperación pudo más que todo y lo hizo gritar: “Que lo haga más lento”. Lavand no contó, en cambio, respondió a su pedido, o si siquiera lo escuchó, pero del recuerdo de ese lejano episodio, nació su frase más famosa, esa que repetía después de muchos de sus trucos con las cartas: “No se puede hacer más lento”.

Poco después la familia se mudó a Coronel Suárez, donde el padre zapatero consiguió un nuevo trabajo, como viajante, y la madre maestra se puso al frente de un aula en otra escuela. Por entonces, Coronel Suárez era un pueblo tranquilo del interior bonaerense, de modo que Sara le permitía a Héctor salir de la casa con una sola recomendación que no olvidaba repetir todos los días: “¡No cruces la calle!”. Era un chico obediente, pero una tarde del Carnaval de 1937 algo tentó al grupo de amigos con que estaba jugando a cruzar a la vereda de enfrente. Todos llegaron a salvo menos Héctor, que cayó sobre el asfalto atropellado por un auto que, además, le pasó con una de sus ruedas sobre el brazo derecho y se lo destrozó. Tenía 9 años.

Le llevó mucho tiempo y esfuerzo construir la habilidad de la única mano que le quedaba. Lo de las cartas le resultó muy difícil: se le caían, no podía manipularlas bien, pero no se dio por vencido. Incluso se consiguió un libro de trucos que leía con avidez: Secretos de Cartomagia, de Joan Bernat y Esteban Fábregas. Muchos años después, Lavand contó la tristeza que podía ver en la mirada de su padre cuando lo veía leer ese libro. “En sus ojos podía leer sus palabras: ‘Pobre hijo mío’. Él sabía, tanto como yo, que ese libro estaba escrito para hombres con dos manos. Pero lo que él no sabía era de lo que yo iba a ser capaz”, recordó en una entrevista con la revista Orsay. Antonio, el padre zapatero y viajante, nunca llegó a saberlo, porque murió de cáncer en 1955. La familia ya vivía en Tandil, donde Sara trabajaba como maestra y Héctor había entrado a trabajar en un banco.

En el banco contaba dinero, escribía a máquina y hacía cuanta tarea se podía hacer con una sola mano. En los ratos libres, sacaba del cajón de su escritorio un mazo de cartas y deslumbraba a sus compañeros con sus trucos, que renovaba una y otra vez. Uno de esos compañeros le sugirió que montara un espectáculo con sus números de cartomagia y también le consiguió un contacto en el Hotel Continental, donde debutó ante un público que no superaba las cincuenta personas, casi todas ellas conocidos y amigos que fueron a hacerle el aguante. El debut fue un éxito, tanto que se corrió la voz y trabajaba a sala llena. También se animó a más: se inscribió en un concurso de ilusionismo que se iba a realizar en Buenos Aires y lo ganó. Con eso se le abrieron las puertas al mundo del espectáculo, con presentaciones en varios teatros porteños.

Sus presentaciones eran mucho más que un simple número de cartomagia o ilusionismo, porque mientras desarrollaba sus trucos con música de Beethoven, Bach o Andrés Segovia de fondo, Lavand citaba a escritores famosos o contaba historias que le aportaban dos grandes amigos y colaboradores, Rolando Chirico y Ricardo Martín. En tono calmo, mientras sus manos jugaban con las cartas, Lavand contaba la historia del fullero griego, que usaba para su truco de poner las cartas en blanco; la del pistolero Cumanés para otro juego de cartas, o recitaba un poema que adjudicaba al chino Li Po para adornar el número que hacía con tres migas de pan y un pocillo de café.

Lavand no solo asombraba con su habilidad de ilusionista sino también con su calculada –pero nunca rimbombante- teatralidad y una cuidadosa creación de climas que capturaban al público. Uno de los momentos culminantes era cuando hacía el juego donde separaba las cartas rojas y las negras. Lo repetía cada vez a menor velocidad, para que el público se desesperara tratando de encontrar el truco, igual que aquel pequeño Héctor que se había fascinado con el mago Chang. Cuando lo remataba con la frase que todos esperaban: “No se puede hacer más lento”, la sala siempre se llenaba de aplausos.

Los teatros de Buenos Aires, las giras por el interior y las presentaciones en programas de televisión le empezaron a quedar chicos y René Lavand quería más. Sabía que podía. Era hora de conquistar el mundo y el primer paso fue una gira por México, que luego repitió en otros países de América latina. En Colombia hizo una función privada para el jefe del Cártel de Cali, Gilberto Rodríguez Orejuela, y sus invitados.

El siguiente destino fue Europa, donde llegó de la mano de otro ilusionista, el español Juan Tamariz, que lo llevó primero a Madrid y más tarde a Francia y Alemania donde, a pesar del impedimento del idioma, trabajó a salas llenas.De sus presentaciones en Madrid, queda un secreto que reveló Ricardo Sánchez, el propietario de Magia Estudio: “Lavand medía sus sesiones de magia con una copa de vino. Empezaba con una llena y se la iba bebiendo con cada juego. Y cuando acababa la función, coincidía con la copa vacía. Es una forma fantástica de medir el tiempo de una actuación”, contó.

Héctor René Lavandera, aquel chico manco que se convirtió en René Lavand, murió de neumonía en Tandil el 7 de febrero de 2015. En una de sus últimas entrevistas recordó el día que David Copperfield, el mayor ilusionista de la época, fue a ver su espectáculo cuando se presentó en un casino de Lausana, Suiza. Al final de la presentación, se acercó a saludarlo y le dijo que le resultaba admirable. Lavand se lo agradeció, pero más tarde dijo: “Me hizo sentir muy halagado, por más que Copperfield no tenga nada que ver con lo que yo hago. La diferencia es abismal. Él viaja con cinco toneladas de equipaje y yo con cincuenta gramos, lo que pesa una baraja; él viaja con miles y miles de dólares en materiales y yo con cinco dólares, que es lo que cuesta una caja de cartas”.

Fuente: telam

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