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12/09/2025

“Tenía mi casa, pero viví seis años en una plaza”: la joven que dormía sobre cartones y mendigaba obligada por su padre

Fuente: telam

Karen Cooper tenía cinco años cuando su papá la sacó de su hogar y llevó a vivir a la calle. “De un día para el otro empezamos a acomodarnos en plazas con cartones y frazadas. Yo no entendía nada”, recuerda. Hoy, con 19, reconstruye aquella historia marcada por el abandono, la violencia y el abuso

>Fue durante el invierno de 2011. Karen Cooper todavía no había cumplido seis años cuando su papá le dijo: “Agarrá un abrigo, que vamos a ir a pasear”. La propuesta la llenó de ilusión: hacía rato que el hombre estaba distante y cada vez pasaba menos tiempo con ella. Juntos viajaron desde Turdera, Lomas de Zamora, hasta Barrancas de Belgrano. Para ella iba a ser una aventura, hasta que se hizo de noche.

Ese banco de plaza fue el inicio de una infancia y una adolescencia atravesadas por la precariedad y repletas de violencia, abusos y abandono. “De un día para el otro empezamos a acomodarnos en plazas con cartones y frazadas. Yo no entendía nada”, repasa, hoy, Karen. Después de un tiempo, ella y su padre se instalaron en el parque Los Andes, en Chacarita, donde ahora transcurre esta entrevista. “Dormíamos entre los arbustos”, dice apuntando a los arbustos podados en forma de círculo que siguen estando en el mismo lugar.

Karen Cooper nació en un hogar atravesado por la separación de sus padres. Su mamá la tuvo a los 17 años y la crianza recayó en su abuela materna. Fue una primera infancia dura: “Mi abuela tenía mucha preferencia por mi hermana, que era un año y un mes más grande que yo y tenía otro papá. Todo el tiempo marcaba diferencias entre nosotras. A mí me daba de comer polenta y a ella le daba otra cosa. A mí me decía: ‘Negrita’ o ‘Negra de mierda’. También me obligaba a acompañar a mi abuelo a levantar cartón. Mi hermana, en cambio, iba al jardín”.

En esa etapa —explica ahora— nunca se animó a contarles a sus padres lo que le hacía su abuela. “En mi casa había muchas discusiones, gritos y problemas, y yo no quería cargarlos con algo más. Entonces me lo guardaba. Un poco por eso y otro poco porque tenía miedo”, cuenta.

A los tres años, una crisis de salud dejó a Karen al borde de la anorexia. En ese contexto, su padre decidió llevársela a Turdera, la localidad de Lomas de Zamora, donde él vivía. Allí, por primera vez, tuvo una rutina de cuidados básicos. “Mi papá me enseñó a bañarme, porque nadie me lo había enseñado. Tengo una imagen muy linda de él, parado atrás de la puerta, diciéndome: ‘Ahí tenés el jabón; el shampoo sirve para lavarte el pelo; si querés que el agua salga más fría, girá la canilla para este lado’”.

La primera noche que durmió en un banco de cemento a la intemperie, Karen no sabía que ese iba a ser su destino por los próximos seis años. Los primeros meses los pasaron en la plaza Barrancas de Belgrano, hasta que la policía empezó a correrlos de madrugada. “Así llegamos a parque Los Andes, que era como más tranquilo. Encontramos unos arbustos y ahí dejamos nuestros cartoncitos y nuestra bolsa de ropa, que habíamos juntado gracias a donaciones de la gente”, recuerda, mientras señala el lugar.

Allí aprendió a sobrevivir con lo justo y necesario. “Cuando vivís en la calle no te podés armar una casa porque te movés para todos lados. En ese sentido, tener un colchón era todo un tema. Primero, por el traslado; segundo, por las lluvias. Cuando llueve, el colchón no se te seca. Y si lo dejábamos en algún lugar, alguien se lo llevaba. Entonces, era imposible. Para dormir usábamos cartón: lo poníamos sobre el pasto y luego cubríamos con una o dos frazadas para estar más calentitos, porque el cartón se humedecía con el pasto”, recuerda. Lo peor eran las noches de invierno. “Dormir en la calle con frío era una tortura: se te congelaban los dedos, la cara… todo el cuerpo. Era como que dejaba de sentirlo. Nosotros nos cubríamos con nailon para taparnos del viento. Hasta que nos dimos cuenta de que así llamábamos más la atención y podía venir la policía. Así que, directamente, nos tapábamos con el nailon y poníamos la frazada arriba”, explica.

A pesar de la realidad que afrontaba, Karen asistía al colegio a diario. Según cuenta, todas las mañanas se ponía el guardapolvo, pasaba a lavarse la cara y los dientes por un restaurante que estaba enfrente del parque y luego caminaba dos cuadras hasta la escuela pública, donde cursaba jornada completa. “Para mí el colegio era como un hogar. Un lugar calentito para quedarse. Te daban el desayuno, el almuerzo, podías estudiar en la biblioteca”, dice. Sus actividades no terminaban ahí: cuando salía de la institución asistía a un taller de apoyo escolar y actividades artísticas.

Con el tiempo, sin embargo, la escuela también se volvió un espacio hostil. “Antes de entrar al colegio, algunos de mis compañeros pasaban por la plaza y me veían salir de entre los arbustos. Eso me trajo muchos problemas porque empezaron a hacerme bullying y yo me moría de vergüenza”, cuenta. Mientras algunos niños la señalaban y se burlaban de ella, las madres de esos chicos comenzaron a acercarse con gestos de cuidado: “A veces me invitaban a tomar la chocolatada a sus casas y era hermoso. Después volvía a mi realidad y me entraban muchas ganas de llorar. Siempre quise ser igual a mis compañeritos”.

Con el paso de los meses, Karen entendió que su papá era adicto y que la calle era su nueva casa. “A los siete ya sabía que se drogaba. Me llevaba con él a la Villa 31 porque era de noche y no quería dejarme sola. Caminaba tan rápido por la abstinencia que yo no podía seguirle el ritmo”, recuerda.

En ese estado, el hombre se aprovechó de su hija. “Mi papá vivía de mí. No es que vino un día y me dijo: ‘Andá a hacer plata’, pero me lo sugirió. ‘Sería bueno que vayas a pedir a los trenes para que comamos. Yo no puedo hacerlo porque soy grande y soy hombre. Vos sos chiquitita y te van a dar más plata’, me dijo”.

En la vida de Karen, la figura de su padre ocupa un lugar complejo. Por un lado -dice- fue quien la rescató del maltrato de su abuela; por el otro, la arrastró a vivir en una plaza y vulneró todos sus derechos. En medio de esa contradicción, ella destaca algunos gestos:

Mi papá tenía momentos y momentos. Momentos en los que yo no lo reconocía y momentos en los que intentaba conectar conmigo e inculcarme algunos valores. Me explicaba: ‘Vos tenés que limpiar tu guardapolvo. No importa que vivas en la calle: al colegio tenés que ir limpita’. Entonces yo iba y lavaba el guardapolvo en la fuente. Cada vez que podía, me decía: ‘Yo soy el ejemplo que vos no tenés que seguir’. Me lo decía y me miraba con tanta tristeza que yo me ponía a llorar. ‘No digas eso, papi, no digas eso’, le respondía”.

Seis años después de aquella tarde en la que le había dicho “vamos a pasear” y la llevó a dormir por primera vez a un banco de plaza, el padre de Karen volvió a repetir la misma palabra: “Vamos”. Ella no entendía a dónde, pero, como siempre, lo siguió. “Subimos al tren y en un momento veo que es mi casa. Le dije: ‘Pará, ¿nosotros teníamos una casa? ¿Esto era nuestro?’. Y me dice: ‘Sí, pasá, es tuyo’. Me chocó un montón. Muchos sentimientos encontrados. No podía creerlo: tenía mi casa pero viví seis años en una plaza”, recuerda. Estaba todo como lo había dejado: la cama con el mismo acolchado, mi camperita favorita, que ese día no me la había llevado, mi ropa bien acomodadita, mis juguetes, que ya no me interesaban y los tuve que regalar”, agrega.

Cuando por fin pudo volver a dormir en una cama, guardar comida en una heladera y bañarse todos los días con agua caliente, Karen creyó que su vida iba a cambiar para bien. Pero no fue así. “Mi papá entró en el alcohol y canalizaba toda la abstinencia de la droga conmigo. Me pegaba, me agarraba la cabeza y me la daba contra la pared. Me ha revoleado vasos de vidrio y me ha amenazado con botellas cortadas”, recuerda. Los golpes eran tan fuertes que, más de una vez, fingió desmayos para que dejara de “pegarle piñas”.

Después de cumplir 15, Karen se independizó y se fue de la casa de su padre. Terminó el secundario en la Escuela N° 41 de Turdera y se refugió en la fe. Aceptar lo que había vivido no fue fácil. “Hasta ese momento tenía todas las emociones muy guardadas, como que las había ocultado”, dice. Primero apareció la bronca: “Me empezó a dar mucha ira y frustración para con mis padres. ‘Yo dormía en la calle, yo salía a pedir plata por los trenes... ¿Nadie se daba cuenta de que todo eso estaba mal?’, pensaba”. Hasta que finalmente entendió que quedarse enojada no le iba a servir. “Mi mejor método de defensa fue decir: ‘Soy la mujer que soy gracias a todo esto que pasé’. Igual, me costó un montón procesarlo”.

Aunque ahora no tiene relación con sus padres, hace dos años, su papá le tocó el timbre y, como pudo, le ofreció unas disculpas por las situaciones a las que la expuso. “Yo te quiero pedir perdón por todo lo que te hice, por todo lo que pasaste”, le dijo mientras lloraba “como un nene”. Para ella fue un buen gesto y así lo recibió. “Me gustó recibir perdón de su parte”, asegura.

Hoy, Karen se dedica a ser mentora de mujeres. “Para eso primero tuve que sanar yo. Estudié formación de alto impacto, coaching y realicé varios cursos de psicoterapia. Mi hambre por ayudar era mucho. ¿Qué hago? Acompaño a mujeres que atraviesan duelos, desamores, que se sienten en piloto automático. Yo pasé por ese proceso y sé lo que se siente estar ahí. La raíz siempre es tu historia: tu infancia, tus traumas, tus heridas pasadas. Hacer esa introspección es lo que permite sanar y pasar a otra etapa”, explica.

Fotos y video/Maxi Bernardi.

Fuente: telam

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