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03/09/2025

Viajó a Mar del Plata con amigos, comió camarones levantados en marea roja y la intoxicación lo dejó ciego y en silla de ruedas

Fuente: telam

Cuando tenía 22 años, Marcelo Sández fue de vacaciones a la Costa para celebrar el triunfo de Argentina en el Mundial ’78. Lo que empezó como una escapada festiva terminó en tragedia: una intoxicación lo dejó ciego, sin habla y sin poder caminar. Con el tiempo logró reinventarse: le volvió la voz, aprendió braille, a moverse con un bastón y hasta compitió en un mundial de vela para no videntes en Miami

>Habían pasado apenas unos meses desde que El plan era pasar unos días en “La Feliz” para “seguir disfrutando la felicidad”. Los tres veinteañeros —que todavía vibraban con la gloria de Kempes, Passarella y Fillol— se habían prometido no dejar que la rutina apagara tan rápido el brillo del Mundial. El viaje, sin embargo, marcó un quiebre irreversible en sus vidas.

Al día siguiente de llegar, quisieron ir a comer mariscos. Para ahorrarse unos mangos —recuerda Marcelo, ahora— en vez de ir a un restaurante, fueron a un lugar “clandestino”. “Pedimos unos camarones sin saber que habían sido levantados durante la Un par de horas después, el cuerpo de Marcelo empezó a dar señales de que algo no estaba bien. “Sentía las piernas cansadas y los pies se me inflamaron tanto que los zapatos no me cerraban”, cuenta.

El malestar escaló tan rápido que tuvo que volver a Buenos Aires de urgencia. Lo que parecía una intoxicación pasajera se transformó en meses de terapia intensiva y secuelas que aún lo acompañan: ceguera y una ataxia cerebelosa que afectó su equilibrio y lo dejó un tiempo en silla de ruedas y sin poder hablar. “Poco tiempo después, mis dos amigos murieron”, agrega.

Marcelo llegó a Buenos Aires casi sin fuerzas y fue internado en el hospital Ramos Mejía. Luego lo derivaron al Posadas, donde permaneció más de tres meses en terapia intensiva. La intoxicación no solo le arrebató la vista: también lo dejó sin voz y en una silla de ruedas.

La ceguera creo que fue progresiva: no fue que dejé de ver de un día para el otro”, dice. “Con el habla fue parecido. Al principio yo me escuchaba, pero los demás no. Después, era como que mis palabras no tenían sonido. Además, perdí el movimiento de la cintura para abajo. Quedé inválido”, agrega.

La recuperación fue lenta y llena de incertidumbre. Aprender a sentarse otra vez fue una hazaña: “Como no tenía fuerza, lo que hacía era sujetarme de una soga para incorporarme en la cama”, cuenta. De a poco, con el correr de los meses, la voz volvió a salir: primero fue un murmullo —dice— después se fue afianzando. También recuperó algo de movilidad en las piernas, pero nunca la visión.

Los médicos le habían anticipado que lo de la vista era irreversible, que “solo un milagro” podría devolvérsela. Pero él se aferró a otra cosa: volver a caminar. “Con eso ya era más que suficiente”, asegura. Y, a pesar de las secuelas, lo logró: hasta hoy, se mueve con un bastón blanco.

Marcelo siempre le adjudicó la ceguera y la ataxia cerebelosa a los camarones que comió en aquel lugar de poca higiene. “El doctor que me atendió me dijo que, muy probablemente, los habían levantado durante la Marea Roja. También me explicó que, como los moluscos se alimentan de lo que hay en el agua, podían haber acumulado las toxinas de microalgas tóxicas y, al consumirlos, nos envenenamos”, dice.

De todas formas, sí hay constancia de episodios en la región: ese mismo año se registró un evento en el balneario “Hermenegildo”, una playa brasileña ubicada en el Estado de Rio Grande do Sul, a unos 25-30 kilómetros de la frontera con Uruguay (Chuy). A partir de esa pista, Infobae consultó al INIDEP, el Instituto Nacional de Investigación y Desarrollo Pesquero, que funciona en Mar del Plata desde 1976.

Desde la institución recordaron que, en Argentina, el primer episodio confirmado de intoxicación por Marea Roja ocurrió en 1980, cuando dos tripulantes del buque pesquero Constanza, que operaba en la zona de Península de Valdés, murieron tras consumir mejillones contaminados. A partir de ese momento, el INIDEP lanzó una campaña de investigación en la identificó al dinoflagelado Alexandrium Catenella, productor de las llamadas toxinas paralizantes de moluscos.

Si hubo una conexión entre la Marea Roja de Brasil y Uruguay de 1978 y los camarones que comió Marcelo ese mismo año, es imposible demostrarlo. En aquella época, en Argentina no existían los planes de monitoreo y control sanitario de Marea Roja. Actualmente, este trabajo lo coordina el Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (Senasa) con los gobiernos de cada provincia”, explicó a este medio la bióloga Guillermina Ruiz, responsable del programa Química Marina y Marea Roja del INIDEP.

Después de aquel viaje, Marcelo jamás volvió a ser la misma persona. A pesar de ello, se empeñó en no adoptar el rol de víctima. “Toda la vida tuve la esperanza y las ganas de poder hacer lo que hacían los demás. Nunca me quedé pensando en lo que pasó. Decidí mirar para adelante y no quedarme en el pasado”, asegura.

Al recibir el alta y regresar a su casa, buscó herramientas para adaptarse a su nueva realidad: asistió a una escuela para personas ciegas y aprendió a leer y a escribir en En paralelo, tomó un curso de orientación y movilidad para manejarse con el bastón de manera independiente. “Empecé a prestar más atención a los sonidos. Hasta cuando paso por un garaje siento el vacío que se genera”, asegura.

La clave, dice, estuvo en prestar atención a quienes ya habían nacido sin visión: “En vez de enfocarme en que no iba a volver a ver, me fue mucho más fácil concentrarme en las personas que, aun con esa dificultad, habían conseguido cosas de una forma admirable. Ellos fueron espejo”.

Marcelo tiene hoy 69 años y vive solo en Floresta. Se mantiene activo y saludable, aunque reconoce que hay tareas de la vida cotidiana que ya no puede encarar sin ayuda. Este año sufrió un síncope al entrar a su casa: quedó inconsciente durante horas hasta que lo encontraron.

Pese a los contratiempos, Marcelo intenta conservar su independencia. En el barrio ya lo conocen: hace 16 años que camina sus calles, hace las compras y conversa con los vecinos. “Eso es muy positivo para mí —dice—, porque me hace sentir acompañado. Salgo, me cruzo con gente que me ayuda, nos quedamos charlando”.

Esa manera de pensar lo acompaña desde 1978. “Nunca me reproché haber comido esos camarones. Es algo que me pasó y tengo que dar gracias a Dios porque pude superarlo y porque voy a seguir superándolo. Mientras haya vida y esperanza, siempre se puede avanzar. Esa es mi premisa”, se despide.

Fotos: Gentileza Gobierno de la Ciudad.

Fuente: telam

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