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22/08/2025

“El gran juego de escribir”: Esther Cross fue incorporada a la Academia Argentina de Letras

Fuente: telam

Infobae Cultura publica “El peligro de contar una vida”, el discurso completo de la escritora y traductora durante el acto realizado en el Palacio Errazuriz en la noche del jueves

>En los años cincuenta del siglo pasado, había un maestro tatuador en Inglaterra que se llamaba George Burchett. Era la máxima autoridad en su oficio, un hombre práctico y aventurero, que atendía en el East End de Londres con delantal de médico. Reyes, aviadoras, oficinistas y divas de cine: todos querían sus tatuajes, y él los atendía sin perder el temple. Por su camilla pasaron el señor que tenía artritis y se dibujó bisagras en las articulaciones, el hombre momia, el hombre cebra y el matón que se estampó un mandala de flores en la cara. Los clientes le llevaban una idea y él la hacía realidad. Pero cuando se sentó a escribir sus memorias, las manos le empezaron a temblar.

A Burchett le daba miedo “estropear las cosas”. Los amigos le decían que con todas las anécdotas que conocía, el libro estaba asegurado. Pero él contestaba “vamos, no me vengan con eso”, y les hablaba de fútbol y del clima para que lo dejaran pensar tranquilo. Ya había sentido algo parecido a los trece años. Se había escapado de casa para ir a Japón, a formarse con los grandes tatuadores. Pero cuando llegó al puerto de Kobe y vio la bahía desde un barco, notó que los tatuajes que lo habían llevado hasta ahí eran poco y nada comparados con ese lugar. Ese día, se dijo: “hay cosas que siempre van a estar del otro lado de la vidriera”. Y ahora, a los ochenta años, puesto a escribir sus memorias y las de toda esa gente, volvía a ser el mismo novato de la adolescencia.

Virginia Woolf creía que los momentos vividos con intensidad deben seguir existiendo en alguna región paralela y que debe haber un dispositivo que una pueda conectar, como un enchufe a una pared, para escuchar lo que hay del otro lado. Escribía los recuerdos de su infancia palpando esa pared. Richard Holmes prefiere la imagen del puente roto. Otros, la de una figura que se va animando mientras la persiguen, como un juguete a fricción. Hermione Lee pregunta de dónde vienen estas comparaciones con el espionaje, el contrabando y la magia. ¿Por qué hacen falta? ¿Qué tratan de expresar? En el prólogo de una biografía, un autor dice que querría filmar por dentro las cartas y las fotos de su biografiada. Reiner Stach, biógrafo de Kafka, quisiera vivir lo que pasó tal como lo vivieron las personas que estaban presentes en el momento. Le gustaría ser Franz Kafka. Pero sabe que es imposible.

Para escribir una vida se necesita un poco de audacia, igual que para vivir. Será por eso que en los cementerios hay tantas lápidas con un nombre, dos fechas y nada más. Las biografías y las memorias no solo cuentan una vida. La cuentan y la transmiten. No solo nos conectan con el pasado, el único lugar que por definición se queda siempre sin señal. Logran lo que quería Borges: un individuo despierta en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero. En eso se parecen a las traducciones, otra manera de hacer literatura que reconoce a un ausente y trata de escucharlo. No existirían sin esa colaboración. Así, estos libros tímidos, que en general pasan desapercibidos, son las más raros que hay.

Dicen que en las librerías de usado, las memorias y biografías venden bien. No están subrayadas ni tienen comentarios inteligentes y cultos al margen, como si ahí no hubiera nada que aprender. Pero cualquiera que trate de contar una vida, aunque sea con un simple ejercicio, descubre que son un arte, con su problemas y desafíos específicos. ¿No decía Felisberto Hernández que la calidad de un ser depende de las preguntas que le hace a la vida?

Cuando leía biografías inocentemente, creía que el tiempo se organizaba de esta manera: el pasado estaba atrás, el futuro estaba delante y yo estaba en el medio. A los veinte años, mientras cursaba Psicología en la facultad, me anoté en un taller literario y el profesor, con una sagacidad que ahora me parece un poco diabólica, nos pidió que escribiéramos un par de carillas con la semblanza o vida de alguien que conociéramos. Nos dio una semana, y desde ese momento las horas empezaron a correr. Esa misma noche, cuando me senté a hacer el ejercicio, el pasado perdió entidad y el futuro y el presente se esfumaron. En la vida que yo quería contar, no había una secuencia organizada del tiempo, como había supuesto. Me encontraba mirando un pozo sin fondo, intrigante y confuso. Se había abierto el portal de la vida verdadera: la división del tiempo en etapas era una pura convención narrativa. Pero igual insistí, con la esperanza de que podía crear mi propia desorganización legible.

Esa fue la segunda etapa de la experiencia. Me resultaba imposible hacer una lista con hechos propios o de cualquier persona que conociera. Los hechos no estaban en la esfera de los hermanos o los amigos. Me di cuenta de que había pensado en ellos más de lo que sabía sobre ellos. Por otro lado, no habían vivido hechos significativos. Eran simples mortales, como yo, aunque los mortales no sean simples. Tampoco tenía noticias sobre hechos vistosos de gente más indirecta, como los conocidos, o los conocidos de los conocidos. De ellos incluso tenía recuerdos transferidos, por poder, que me habían contado intermediarios de confianza. En esos recuerdos distinguía situaciones y detalles, pero no hechos estrictamente hablando.

Para terminar con los problemas, decidí escribir sobre mi vida, mientras pensaba que, después de todo, mi desorganización era un buen síntoma, una señal de que iba bien, porque había salido de la organización forzada que imponía el relato instintivamente y ahora solo tenía que transmitir la complejidad auténtica al ejercicio. Pero entonces fue peor. Cuando lo escribí y lo releí, vi que la vida contada en esas dos carillas no era la mía, y sin embargo el tono era absolutamente personal: podía reconocerlo aunque no me gustara, como en un mensaje grabado, y la había escrito yo.

¿Qué piensan las personas que están a nuestro lado? ¿Qué les habría gustado ser, además de lo que son? ¿Cómo influye esa fantasía en sus decisiones, o en los consejos que dan? Lo que no pudo ser también es parte de nuestra vida. En esto pensé hace unos meses cuando leí que la aplicación del éter en los hospitales desató una reacción de alivio y pánico en la gente a fines del siglo XIX. El éter era un arma de doble filo. ¿Y si, al caer anestesiado, uno abría la boca y dejaba escapar secretos y fantasías? Lo cuenta bien el escritor irlandés John Millington Synge, un hombre reservado y bonachón. En cuanto le pusieron la mascarilla, se encontró diciéndole a los enfermeros: ojo con lo que hacen, soy un místico famoso y puedo pulverizarlos.

Los deseos ocultos son como los recuerdos encubridores. En cuanto uno sale a la superficie, se ve que había otro escondido al fondo, alimentando su existencia. Nuestro equilibrio depende de esa locura dominada. Hay un poema de Frank O’Hara que lo dice bien: “Mi tranquilidad contiene un hombre, es transparente/y me conduce en silencio como una góndola por las calles…/Mi tranquilidad tiene un número de yos desnudos”. Y más adelante: “No sé qué sangre dentro de mí me hace sentir como un príncipe africano soy una muchacha que baja la escalera con un vestido rojo plisado y tacones altos soy un campeón al que derriban soy un jockey…”

Las vidas fantaseadas no son refugios o alternativas a la vida real. Son una parte esencial de ella. En su discurso de ingreso a esta academia, Pablo de Santis habló de los libros fantaseados de algunos autores, que se vuelven como dobles o siameses de sus obras publicadas. Citó el caso de Steiner y su curiosa “autobiografía” Los libros que no he escrito. A veces, las vidas imaginadas se proyectan desde un pasado feliz o de dolor. Pasada cierta edad, no es infrecuente que las personas aprovechen la ausencia de testigos para decir frases como: “era un gran nadador” o “todos se daban vuelta para mirarme cada vez que bajaba a la playa”. En el libro Dos soldados, Ángela Pradelli recoge los relatos de dos hombres que cuando eran muy jóvenes tuvieron que partir al frente: uno en la Segunda Guerra, y el otro en Malvinas. Sus historias no siempre fueron tristes y duras. Las ilusiones que tenían antes de la guerra forman parte de sus vidas, y las secuelas de esa experiencia terrible, que los marcó para siempre, también.

Puede parecer un guiño a la pura subjetividad. Y sin embargo, hasta donde sé, lo que fascina a estos escritores es que hay maneras de rastrear esas vidas alternas. Adam Phillips asegura que dejan rastros, y descubrirlas es una cuestión de abrir los ojos y prestar atención, simplemente, al otro. Las huellas se encuentran en la predilección por algunos libros, en la envidia expresada en cartas, las demandas hechas a los hijos, los objetos tildados con una cruz en catálogos de ventas por correo, en el entusiasmo por algunas causas insólitas o perdidas.

Stendhal escribió una lista de privilegios que, según él, le concedía Dios. Pensada como una parodia de la Carta de Privilegios que el rey les otorgaba a algunos elegidos, esa lista revela sus sueños y deseos. Teletransportarse, aliviar el dolor de las personas queridas, piel suave y nunca escamada, buenos dientes, mirada irresistible, convertirse en el animal elegido y de nuevo en humano, encontrar, en la mesa, frente a los ojos, a las 2 de la madrugada, exactamente la misma suma de dinero que le robaron el día anterior.

En Cómo terminar con todo, Hermione Lee se pregunta por qué en tantas biografías se interpreta la vida entera de una persona desde el punto vista de su final. Se tiende a darle un lugar central a la muerte y a rodearla de imágenes y reflexiones que a su vez dan lugar a más imágenes y reflexiones como en una novela grandiosa. Y sin embargo, “no es totalmente cierto…que para una vida que se acerca a su fin, el final sea el comienzo de la verdad. ¿Ha sido una historia miserable? Tal vez” —dice Jean Améry— “Pero no lo fue en todas sus etapas”.

María Esther Vázquez cuenta, en su biografía de Borges, que Xul Solar se consideraba un ángel caído del cielo y “que por eso era inmortal y podía entrar en éxtasis y levitar en cualquier momento”. No tenemos pruebas de que haya levitado. Sabemos que una tarde fue a casa de Borges y para demostrar sus poderes, se acostó en el suelo, a oscuras y pidió silencio. “En ese momento, entró la madre de Borges en el cuarto y le advirtió que si no se levantaba del suelo lo echaba de su casa”. El inventor de la panlengua tenía un poder de convicción tan grande que cuando murió, en el velorio, su mujer le dijo a Borges: “Se da cuenta qué papelón; morirse él, que decía que era inmortal”. En esta historia encuentro algo que me gustaría señalar: es la exageración de un fenómeno común. En el fondo, sentirse inmortal es algo sano y necesario para andar por la vida. Escribir una biografía sin tenerlo cuenta es caer en una especie de trampa melancólica.

Más difícil, debe ser tomar el final por un hecho y punto, un destino que nunca va a dejar de sorprendernos. Simone de Beauviour fue precisa sin ser despiadada. Dijo: “es como un motor que se detiene en el aire”. La otra opción, no incompatible con esta, es tomarlo con un poco de irreverencia.

Lo sabía bien Ramón Gómez de la Serna. Su autobiografía se llama Automoribundia, y consiste en la aplicación de una suerte de fórmula Benjamin Button narrativa. La idea, original, se vuelve más relevante, aclara, “al tratarse de un escritor al que se le va la vida suicidamente mientras escribe sobre el mundo y sus aventuras”.

Cuando le encargaron que escribiera su autobiografía, Robert Creeley hizo un descubrimiento: no podía integrar algunos hechos decisivos a la narración. Quedaban afuera: fundamentales en su vida, pero expulsadas del texto biográfico que escribía con franqueza. Lo tomó con calma. Y llegó a esta simple conclusión reveladora: esos momentos no habían alcanzado todavía el estatuto de un pasado inevitable.

Cuando se publicó la Autobiografía de Agatha Christie en 1977, después de su muerte, los lectores leyeron con ansiedad. Deseaban llegar a la parte del famoso episodio de diciembre de 1926, cuando la escritora salió de su casa, se subió al auto y se esfumó. La habían encontrado a los once días, registrada en un hotel con el nombre de la amante de su marido, y alegó amnesia cuando la interrogaron. Creo que Agatha sabía bien que un suceso de ese tipo, repetido hasta el cansancio, puede arruinar tanto la vida como la post vida de cualquiera. No se dejó enjaular por el famoso episodio. En su autobiografía de 550 páginas no habla del tema.

James F. Mathias,

Dear Mr Mathias:

En cuanto recibí el primer aporte de la beca y anticipándome a lo que es hoy un movimiento internacional, consistente en un movimiento artístico real, invité a un grupo de amigos (25 personas) a una comida en el Alvear Palace Hotel, invitándolos después a bailar a la boite Africa. Costo: U$S 300.

Así comienza la legendaria carta de Federico Manuel Peralta Ramos a los directores de la beca Guggenheim. Pero Esteban Feune de Colombi no deja que este episodio vistoso se apodere de toda la personalidad de Peralta Ramos. En su libro Del infinito al bife, precedido por un entremediólogo, en vez de prólogo, sortea, “la tentación de escribir una biografía” y entra en la vida y obra de Peralta Ramos, por medio de una multitud de testimonios y recuerdos. En su libro homenaje, la carta, nunca citada, es solo una de las tantas historias del artista excéntrico y lleno de matices.

“Quizá habría que narrar esta escena una y otra vez hasta agotarla. Quizá habría que narrarla una y otra vez para no volver a ella, para no pedirle explicaciones, para no creer que toda la vida de María Luisa Bombal está encriptada en ese momento en que ella saca la pistola de su cartera y le dispara una, dos, tres, cuatro veces a Eulogio Sánchez”.

Los fotógrafos quieren que el tiempo se detenga. Los biógrafos que no. Para ellos, el pasado “es una cinta movediza en perpetuo movimiento, llena de imágenes, que retroceden hacia atrás”. Por eso desconfío un poco cuando alguien dice que contar una vida es hacer un retrato. Creo que si los escritores que cuentan una vida tratan a toda costa de sortear estos obstáculos, de evitar las trampas del yo simplificado, el final aplastante y el episodio famoso, es porque quieren que la historia se despliegue en todas sus etapas, sin quedarse clavada en ninguna. Parece que la quietud fuera el peor enemigo, en parte porque las personas se revelan cuando se alejan.

Este es el origen de Una sombra donde sueña Camila O’Gorman, novela que lee la historia de nuestro país y su violencia pero no de cualquier manera, sino a través de la vida de una mujer. Es también un lugar seguro, donde los documentos que finalmente pudo consultar Molina quedaron protegidos y disponibles, a la vez, para los lectores. Quizá, después del vértigo de haberlos perdido, Molina reforzó el voto de fidelidad a esos registros, que incluyen el inventario de las cosas encontradas en casa de los enamorados, con las pistolas, las camisas, los chales, hasta el arito roto de Camila. Menos mal que lo hizo. Los documentos de Vogelius fueron saqueados, después, en dos ocasiones: cuando estuvo detenido en cautiverio, desde 1977 hasta 1980, y cuando unos delincuentes entraron a robar en su casa.

“Un hecho, un personaje histórico, tiene una faz externa concreta, pasible de ser sometida a un juicio de valor. Y, además, una carga sentimental, surgida de un consenso general, una especie de energía que fascina o rechaza y opera como un elemento desencadenante de imágenes mentales(…) Para evocar la orgullosa pasión de Camila, he tratado de instalarme en esa zona donde se funden en una verdad única el mundo exterior y el interior”.

Antes de terminar, nobleza obliga. Tengo que contarles algo sobre las Memorias de un tatuador. Burchett pudo escribir su vida, pero no el libro. Llegó a reunir cientos de recuerdos sueltos y notas pero no encontraba la manera de montarse a ese tiempo biográfico que une los testimonios y archivos en una cinta movediza, sin momificarlos. No se dejó vencer por la frustración y le encargó el libro a un amigo.

Como se dice que una biografía es la narración de la vida de una persona, en general se piensa en estos libros subrayando la palabra “narración”. De esa manera, se estudian o consideran los obstáculos que se presentan al escribir una biografía, como casos derivados de un arte supuestamente superior: el de la ficción. Es más: se los toma por meros desafíos técnicos. En mi carácter de lectora aficionada a esta forma literaria, opino lo contrario. Hay algunos obstáculos específicos, que solamente se plantean al contar una vida y al escribir eso marca una diferencia de peso con la ficción.

Como se imaginarán, al amigo de Burchett tampoco le resultó fácil. Cuenta, riéndose, que cuando le llevó el último borrador y le dijo, orgulloso, que el libro tenía 60.000 palabras, el rey de los tatuajes le dijo: “¡60.000 palabras! Puedo hablarte de tatuajes con 60.000 palabras mientras tomo esta pinta de cerveza”.

Muchas gracias.

Fuente: telam

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