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23/05/2025

“Calladita”, el crudo relato de una joven que sufrió abusos sexuales y bulimia: “Es un abrazo para esa nena que fui”

Fuente: telam

Martina Troentle tiene 29 años, pero lo que cuenta en el libro le sucedió a los 14. Cómo fue el proceso de escritura y el momento que le contó a sus padres en el 2024

>El living tenía luz cálida, una copa de vino sobre la mesa, y una frase que no admitía réplica. “Escuchame. Hace 15 años me pasó algo - dijo Martina Troentle -. Y no me interrumpas”. La madre escuchó todo. Y después dijo lo que muchas hijas quisieran oír al romper un silencio. “No pude estar hace 15 años. Déjame estar ahora”. Así lo cuenta a Infobae ahora, con el libro Calladita ya publicado. En el texto, la joven ahora de 29 años relata los abusos que sufrió en la adolescencia y cómo enfrentó una bulimia en soledad.

—Era imposible no mirarlo y pensar: mi hermano no es capaz de hacer eso. ¿Cómo otros sí?

—Él es más cerrado. Tenía miedo de su reacción.

Su primera respuesta fue una pregunta: “¿Y si alguien en el trabajo dice algo?”. “¿Y si te exponés demasiado?”. Martina no lo juzga. Entiende que, para él, el instinto fue protegerla. Aunque ya era adulta. Aunque ya no pedía permiso.

Martina era una adolescente común. Iba al colegio, merendaba mirando novelas infantiles en las que las protagonistas eran “flacas como un tallarín”, como dice ahora con una risa amarga. Estaba aprendiendo a ser mujer en una Argentina en la que, según ella, “el que pesaba tres kilos más ya era el gordo del grupo”. Pero lo que no decía pesaba más que cualquier silueta.

Martina tenía 14 años cuando comenzó a vivir una secuencia de abusos sexuales por parte de chicos de su edad. Durante seis meses fue obligada a participar en encuentros donde su voluntad era anulada, su cuerpo reducido a un objeto. “Me sentí sucia, rota, completamente vulnerable. Como si mi existencia ya no tuviera valor”, escribe en Calladita, el libro que publicó este año y que subtituló con crudeza: Una historia de abusos y silencios rotos.

Martina no habló con nadie. El miedo, la vergüenza y una feroz autoexigencia la mantuvieron en silencio. “Yo siempre fui muy buena en lo que hacía. Me había informado mucho para ocultar mi trastorno alimenticio y el dolor que tanto me aquejaba por los abusos”, confiesa ante Infobae en un bar de Belgrano.

Los capítulos de lo que vivió a los 14 años fue uno de los que escribió de madrugada, entre insomnio y rabia. mientras repasaba mentalmente cada escena como una película que no podía detener.

Sentada en su casa, escribía con una urgencia que no entendía. Palabras que salían sin aviso, como si las tuviera archivadas hace años. En su computadora, en su celular, en servilletas. A veces en notas de voz que después pasaba a texto. Y a veces, en un cuaderno a mano. Empezó en diciembre del 2024 y para principios de abril el libro ya fue presentado en la última edición de la feria del libro de Buenos Aires. Por eso, el título no admite sugerencias editoriales. Se llama Calladita. Con punto final.

—El libro fue mi manera de abrazar a la nena de 14. Esa que nadie abrazó. Es el fin del silencio. El fin de no quererse.

Igual no eligió los tribunales. No hay demanda, ni denuncia. La justicia —dice— no es su lugar de reparación. Al menos por ahora. Cuando el libro salió, Martina temía lo peor. Que no lo entendieran. Que lo juzgaran. Que la miraran con lástima. Pero lo que vino fue otra cosa.

—Hoy me escriben papás diciéndome que hablaron con sus hijos sobre consentimiento. Eso, para mí, es la verdadera reparación. No un expediente. Me escribió gente que no conocía. Gente que sí conocía. Gente que no hablaba del tema hace cuarenta años.

Martina no culpa a sus padres. No los nombra en plural ni los señala. Pero sí habla de los adultos. De todos. De los que no vieron, de los que miraron para otro lado. De los que minimizaron las señales. “Es un reclamo. No contra mis papás. Es un reclamo al mundo adulto”, explica.

—A veces no tenés una charla paciente con un adolescente porque estás cansado, porque estás apurado, porque pensás que es una pavada. Pero para ese chico, eso es su mundo. Su tragedia.

Años después, cuando las secuelas del abuso se tradujeron en un trastorno de la conducta alimentaria, tampoco pidió ayuda de inmediato. “La bulimia se convirtió en mi refugio”, cuenta. Desde los 15 hasta los 25 años, Martina transitó atracones, vómitos y un sentimiento persistente de vergüenza. Su cuerpo se convirtió en un campo de batalla. “Vomitar duele. No solo porque el cuerpo se resiste, sino porque te obliga a enfrentarte a tu propia vulnerabilidad. Es tu cuerpo contra tu cuerpo”.

Desde chica, aprendió una idea venenosa: no incomodar. No llorar demasiado. No decir cosas que puedan herir a otros. “Siempre fui la que no quería molestar. La que callaba para no hacer sentir mal a los demás”, sostiene.

—Me daba vergüenza que me vieran. Me decía a mí misma: esto es una enfermedad de adolescentes, y yo ya soy grande.

—Era como una competencia conmigo misma. No podía permitirme fallar. Ni bajar una nota. Ni que nadie supiera. Yo no quería ser como esas personas que dejan de estudiar porque no pueden más. Entonces hice todo al mismo tiempo. Mi cabeza funcionaba como la de alguien con una adicción. Era mi cigarrillo, mi descarga.

Había vivido toda su adolescencia escuchando frases sobre cuerpos, dietas, y formas de estar “linda”. Había aprendido que estar bien era estar flaca. Que no había espacio en la mesa para una chica que no entrara en los jeans ajustados de la moda.

Hoy, su terapeuta sigue siendo la misma que la trató en ese momento. “Sabe todo. Y si un día me ve medio en la banquina, me dice ´Cuidado, estás vulnerable´”. Porque Martina lo estará siempre. Pero ahora, sabe levantar la mano. Sabe pedir ayuda.

El momento más duro de la escritura no fue describir el abuso. Ni la bulimia. Ni la culpa. Fue escribirle una carta a la adolescente que había sido.

Esa carta, hacia el final del libro, resume todo. El dolor. La rabia. La ternura. “Todo el libro es eso: un intento de abrazar a esa Martina”, explica la joven escritora. Y de decirle lo que nadie le dijo. Que no era su culpa. Que sí valía la pena hablar. Que no merecía nada de lo que le pasó.

Fuente: telam

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