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21/04/2025

Reinventaron las medialunas de Atalaya y cuentan sus secretos en La Escalada: “Esto es sangre, sudor y lágrimas”

Fuente: telam

Juan Castoldi y Cristian De Cicco dirigen el mítico parador. Allí secundan a Jorge Felices, el presidente de la empresa. Cómo recuperaron la mística y el plan de expansión en franquicias para traer las míticas medialunas a Buenos Aires

>Por la Ruta 2, a la altura del kilómetro 113, el aire huele a azúcar horneada. Allí, donde los porteños frenan camino al mar desde hace más de ochenta años, aún se amasa con la receta original. Y aunque parezca que siempre estuvo ahí, inmutable como una estampita rutera, Atalaya estuvo a punto de desaparecer. Juan Castoldi y Cristian De Cicco cuentan cómo manejan el negocio junto a Jorge Felices, presidente de la empresa, en diálogo con La Escalada.

Está sentado junto a Cristian De Cicco, su socio y primo. En su memoria, el sabor se activa con las palabras. Ambos tienen poco más de 30 años. Son jóvenes para haber llevado a la reinvención a una empresa fundada en 1942.

La historia arranca en otro país, con otros nombres.

Dos primos españoles fundaron Atalaya como un bodegón de ruta —cuenta Cristian—. Servían comida de olla, cerdo de cría propia y hasta pejerrey.

La imagen parece salida de un western criollo: una fonda entre campos, con olor a guiso. Diez años más tarde, los fundadores vendieron el negocio para mudarse a Mar del Plata. Ahí entran los abuelos de Cristian y Juan.

—Nuestros abuelos compraron el parador y lo mantuvieron donde está hoy —agrega Juan—. Chascomús. Kilómetro 113,5. El mismo lugar. El mismo edificio.

Con el auge del teatro de revista en los años 70, el turismo explotó y las medialunas empezaron a ganar fama. Pero fue recién en los 90, con la construcción de la autovía, que se convirtieron en un ritual colectivo.

Cuando Juan y Cristian eran chicos Atalaya ya era una parada obligatoria de vacaciones.

—Mi abuelo murió joven —cuenta Cristian—. Después mi tío. Así que no llegué a convivir con ellos en la gestión. Pero sabíamos que el nombre pesaba.

—Mi viejo venía de trabajar en YPF —explica Castoldi—. Trajo procesos, mentalidad de empresa grande. Pero no llegamos a compartir esa etapa con él. Falleció en 2007.

Lo dice sin dramatismo, pero con la voz apenas bajada. En 2010, la otra persona que lideraba la firma también se retiró. Ahí empezó el desbarranco. El legado se convirtió en carga.

—Llegamos a tener 80 juicios laborales —dice Juan—. Íbamos más a Dolores que a nuestras casas.

Entre 2010 y 2016, la gestión quedó en manos de personas sin formación. No hubo escándalos, pero sí desidia. La AFIP los embargó, los proveedores desconfiaban, los empleados estaban desmotivados.

Mientras habla, mueve las manos como si todavía estuviera calculando a cuánto llegaban. La cifra que dice después es brutal: para no ahogarse, necesitaban inyectar 1.300.000 pesos. No para invertir, sino para sobrevivir.

—Si no poníamos eso, quebrábamos —afirma.

No sabían si podrían. Pero no tenían otra opción.

La primera batalla fue cultural. Y era interna.

—Lo económico se puede resolver. Pero si no sos buena gente, eso no lo arreglás —dice De CIcco.

—La gente veía que nos arremangábamos —agrega Juan—. Y decían: “estos pibes no serán perfectos, pero no son mala leche”.

—Teníamos pejerrey, ñoquis, surubí. Era un menú viejo, largo, ineficiente —dice Cristian.

—Había que enfocarse. Saber quiénes éramos —explica Juan—. Y eso también lo hicimos para pensar en franquiciar. Porque si ni vos sabés qué hacés, no podés replicarlo.

—No le damos la franquicia a cualquiera —aclara Juan—. Hacemos lo que llamamos el escaneo del alma. Tiene que ser buena persona. Porque es la marca de nuestros abuelos. No es cualquier cosa.

—Durante tres años no hubo logros visibles —dice Cristian—. Solo esfuerzo, reconstrucción, poner parches.

—Le dijimos que no estábamos listos —recuerda Juan—. El tipo esperó dos años. Y abrió. Para mí, ese fue nuestro primer trofeo.

La historia tiene su reverso: el padre de Juan había intentado franquiciar en los 2000. Duró seis meses. Fracaso. Cicatriz. Por eso costaba volver a intentarlo.

Pero esta vez funcionó. Y hoy Atalaya está en shopping, rutas y ciudades, con presencia ampliada, pero con el corazón en el kilómetro 113.

—No hay magia. Es sangre, sudor y lágrimas —dice Juan, con tono de entrenador.

—El éxito no es rápido. Lo de “todo fácil y todo ya” es mentira —asegura Castoldi—. Esto es siete por veinticuatro.

Hay algo más que repiten, como si fuera mantra.

El mensaje se redondea con una mirada menos empresarial y más humana.

Fuente: telam

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