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20/10/2024

Cafetines de Buenos Aires: Saint Moritz, el sueño de viajar a Suiza y las mesas de Jorge Luis Borges y César Menotti

Fuente: telam

En el barrio de Retiro, la confitería conserva el nombre original y el piso en damero en blanco y negro. Las sillas son de un color similar al del cartel que dio origen a una nueva tipografía

>La Confitería Saint Moritz funciona desde abril de 1959 en la esquina de Paraguay y Esmeralda. La fundó una familia suiza, pero a poco de abrir pasó a manos de un grupo de asturianos. La primera gran decisión fue mantener su nombre original, el de la exclusiva villa alpina donde esquía el jet set internacional. Por lo demás, una gran comunidad suiza habitaba el entorno. Ahí nomás, en la Avenida Santa Fe 846, entre Esmeralda y Suipacha, funcionaban las oficinas comerciales de Swissair, la línea de aviación de bandera suiza. También el célebre restaurante del mismo nombre. La Embajada de la Confederación Suiza —hasta la fecha— ocupa los últimos pisos de ese mismo edificio.

Por su localización —equidistante de la calle Florida y de la Plaza San Martín—, en los años sesentas y setentas barrió un área artística que incluyó numerosas galerías como: Bonino, Van Riel, Witcomb, Peuser, Di Tella, Velázquez, entre otras. Y sumó a la masa aspiracional de clase media que abarrotaba los cines de Lavalle y caminaba las cuatro cuadras de distancia hasta este showroom urbano del centro de esquí suizo montado sobre la llanura pampeana.

Hoy la Confitería Saint Moritz mantiene gran parte de su diseño original: el piso blanco y negro, en forma de damero, la antigua doble puerta, que permite mantener la temperatura interior y un exquisito mobiliario que incluye mesas con tapa redonda de mármol o cuadradas de madera lustrada más sillas acolchadas del mismo color que el cartel de la calle. En las paredes del fondo se lucen dos obras del artista Carlos Pfeiffer. Y en el resto del salón se exhiben fotos de dos vecinos y parroquianos ilustres: Jorge Luis Borges y el pintor Carlos Alonso. El fútbol, nuestra expresión más popular, también se expresa con elegancia dentro del salón. En la barra hay una vitrina con una vieja pelota de cuero firmada por Daniel Bertoni y César Luis Menotti. Y la mesa donde se sentó el Flaco hasta sus últimos días, dispone de una pintura del célebre DT más la iconografía que identificó al campeonato mundial de 1978.

Hasta aquí el retrato de una confitería del barrio de Retiro. Pero este domingo es el Día de la Madre y me parece oportuno recordarlas a todas a través de una experiencia vivida con la mía, con el telón de fondo de la Confitería Saint Moritz.

Desde entonces, la estación de bajada pasó a ser la siguiente: San Martín. El ascenso a la superficie era por la Plaza San Martín, luego pasábamos frente a la Confitería Saint Moritz para continuar el recorrido hasta la esquina de Tucumán y Maipú. Allí nos deteníamos frente a la vidriera de la agencia de viajes EVES. La Entidad de Viajes de Estudios y Sociales (EVES) comenzó su actividad en 1928. Al momento de cerrar, en 2020, era la más antigua de la ciudad. EVES fue la empresa que organizó, en febrero de 1970, el crucero que nos llevó hacia el carnaval carioca. La pasamos tan bien que, al regreso, mis padres comenzaron a planear un desafío mayúsculo, viajar los cinco en avión a Europa.

Pongo en contexto. A principios de los setenta todavía había que ser una rama de los Anchorena para aspirar a tanto. ¿Pero qué fue lo que motivó el cambio de estación de subte? ¿Acaso no daba lo mismo bajarnos en Lavalle para caminar hasta EVES? La respuesta está en la Confitería Saint Moritz. Mi madre, de ascendencia suiza, siempre nos contaba historias idílicas de esa confederación de cantones. En el viaje en tren por el conurbano sur nos hacía cerrar los ojos mientras describía paisajes de las campiñas suizas que imaginábamos atravesar. Ya parados en la vereda de enfrente de la confitería nos decía: “Suiza es así”.

El 4 de junio de 1975 se produjo el Rodrigazo. El feroz ajuste embocó —con un arltiano cross a la mandíbula— a la clase media de un país que había crecido de manera consecutiva durante los once años precedentes. El recorte de gastos aplicado en casa se sintió fuerte. Las idas al Centro cambiaron de lógica. Y las caminatas post salida del subterráneo tuvieron un un nuevo destino. El flamante recorrido terminó en la Casa de Empeños del Banco Ciudad que, como si el guion hubiese estado escrito por un sádico, quedaba a media cuadra de EVES.

El deterioro económico fue un lento goteo de pérdidas. A medida que la crisis se profundizó, mi madre se desprendió de joyas, tapados y vajilla. Todo objeto de valor superfluo concluyó en la subasta pública del banco. Resultó un gran desafío, no exento de dolor, sostener el anterior estándar de vida. Tuvimos que desprendernos de todos los recursos extraordinarios existentes en la casa. Y lo que entraba se gastaba.

En el viaje en tren a Constitución retomamos a viva voz los planes de conocer Suiza y, a través de las ventanillas, con los ojos cegados, volvimos a fantasear su geografía. Todos aceptamos como correcta la decisión adoptada. Digo más, con mis hermanos no recordábamos haber usado nunca ese juego de cubiertos. Como si jamás hubiese existido ocasión que lo amerite. Hasta esa.

Cuando enfrentamos el mostrador del banco, entre todos ayudamos a alzar el bolso que cargaba nuestros pasajes al paraíso alpino. El empleado lo tomó y llevó hacia el interior. Al rato volvió con el bolso que ahora traía pésimas noticias. Los cubiertos no eran de plata si no de alpaca. Mientras caminábamos hacia la estación de subte, mi mamá rompió en llanto. Nunca me había quedado tan lejos Saint Moritz como esa tarde. En el tren volvimos en silencio. Ya no parecíamos argentinos alborotados en una fila de preembarque. Más bien aparentábamos ser una silenciosa familia en una confitería suiza. El auténtico valor de los cubiertos, con suerte, pagaba el aliscafo para los cinco a Montevideo. Éramos la familia más desgraciada del Río de la Alpaca.

Fuente: telam

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