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02/11/2025

Cuando el arte de prohibir libros se convierte en publicidad: la obra que se volvió bestseller tras la censura por “obscenidades”

Fuente: telam

Fue el 2 de noviembre de 1960: el desenlace de un juicio ganado por la editorial británica Penguin Books, demandada por la Corona por haber impreso sin censuras la novela “El amante de Lady Chatterley”, de David H. Lawrence -con contenido sexual explícito y haber violado la Ley de Publicaciones Obscenas-, convirtió en un éxito de ventas la obra que llevaba décadas circulando en forma clandestina

>“Buenas tardes. ¿Me daría un ejemplar de ‘Lady C’?”. “Sírvase, aquí tiene tres chelines y seis peniques por ‘el libro’”. Frases elípticas como las que aludían al título de la obra sin hacerlo del todo explícito, o las que solo indicaban el precio exacto de la publicación por toda precisión de que querían “esa” novela tan en boga, eran las utilizadas por algunos compradores pudorosos en la Gran Bretaña de los 60 —contó un librero a la BBC— cuando un juicio de gran trascendencia, ganado por el sello editorial Penguin Books, catapultó las ventas del texto, a partir de entonces legalmente publicado, El amante de Lady Chatterley.

Publicada originalmente en 1928, en Florencia, Italia, donde vivía entonces, fue la última novela de David Herbert Lawrence —conocido como D. H. Lawrence—, antes de morir de tuberculosis en 1930. Lawrence era un autor británico ya conocido por sus obras consideradas controversiales: en sus tramas tejía su mirada crítica frente al avance vertiginoso de la industrialización y cargaba buenas dosis de erotismo y sexualidad que en general subvertían los mandatos y la moral tradicional que sentenciaba virginidad, fidelidad y matrimonio eterno. También daba lugar a lo que entonces resultaba increíble, impúdico, indecible: el deseo, el goce y el placer femenino.

El infame arte de prohibir libros —censurar algunos fragmentos, sacar de cuajo la totalidad de una obra de circulación, quemarlos en una pira— no es novedad. Desde que los textos tienen una tirada masiva Gobiernos conservadores y régimenes totalitarios que han intentado matar las ideas se han dado a la caza no solo de personas si no de las palabras detrás de ellas. Lo han sabido bien: esas son las verdaderas armas, la cantera de historias y pensamientos que nutren la riqueza cultural y también ideológica. Destruir o prohibir los libros era destruir la esencia de lo que detestaban.

La quema en la Plaza de la Ópera en Berlín y en otra veintena de ciudades universitarias, fue el hecho que coronó la “Acción contra el espíritu antialemán”, una campaña que había comenzado en marzo de 1933, con la que se dio inicio a la persecución de los escritores judíos, marxistas, pacifistas y otros opositores o que no se alineaban a las ideas del nazismo. A partir de ese momento, cualquier libro escrito por una persona judía o con pensamiento no afín al totalitarismo debió ser ocultado, enterrado o incluso quemado por sus propios dueños porque que los hallaran con ellos era una sentencia de muerte segura.

Durante la última dictadura cívico-militar, que tomó la Argentina entre 1976 y 1983, un mar de libros fueron prohibidos, secuestrados, sacados de circulación y también quemados. Forrar las tapas, enterrarlos u ocultarlos, al igual que durante el nazismo, eran las maneras en las que las personas trataban de salvarlos. Julio Cortázar, Rodolfo Walsh, Elsa Bornemann, Manuel Puig, Ricardo Piglia y la colección de libros infantiles del Centro Editor de América Latina eran algunos de los nombres y series condenadas a la hoguera. En su interior, las ideas de libertad, el pensamiento crítico, la sexualidad o cualquier historia que fuera un indicio de subversión a la moral occidental y cristiana de los represores con ínfulas de dioses, amos de la vida y la muerte, era motivo de sobra para su prohibición o para el castigo y la desaparición de quien los tuviera en su poder. Junto a las personas, los libros integraron listas negras, fueron perseguidos, secuestrados y destruidos.

La censura no solo sucede en totalitarismos. El año pasado algunos libros de autoras argentinas como Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara, y Cometierra, de Dolores Reyes, incluidos como parte del material sugerido para los alumnos de los últimos años de la secundaria en la provincia de Buenos Aires —en un plan educativo que busca acercar y profundizar las prácticas de lectura— fueron el centro de una polémica y sufrieron un intento de censura por parte de sectores conservadores y voces del oficialismo. El pedido de exclusión de estos materiales —que puede leerse como parte de la batalla cultural explícitamente librada y motivada por el Gobierno actual— giraba alrededor del contenido: se esgrimía que incluían escenas de sexo y temas asociados a la violencia, inapropiados para los y las estudiantes. Sin embargo nunca se dijo nada sobre libros como El matadero, de Esteban Echeverría, por ejemplo, este texto fundacional de la literatura argentina regado de violencia, salpicado —más bien chorreado— de abusos y sangre, leído por generaciones y generaciones de estudiantes en las escuelas secundarias del país.

Lo único que consiguió aquel intento de censura, tal como ocurrió con El amante de Lady Chatterley, fue que las novelas adquirieran mayor popularidad de la que ya tenían, que se hicieran conocidas por personas que no las tenían en su radar, que fueran leídas en clubes de lectura y promocionadas masivamente, en señal de apoyo, en redes sociales y medios de comunicación. Traducida a 15 idiomas, Cometierra, por ejemplo, como la novela apasionada del escritor inglés en los 60, se volvió bestseller.

Quizás todo eso junto.

En sus líneas iniciales, en su primer capítulo, D. H. Lawrence brinda toda la información necesaria para conocer a los protagonistas de la historia y el contexto de posguerra —pos Primera Guerra— en el que se desarrolla. Historia que iba a levantar termómetros y horrorizar lords y ladys defensores de la moral. Y posteriormente circular en algunos países, por algunas décadas, en la clandestinidad.

Entonces, en las primeras líneas, el lector, la lectora ya lo sabe: el marido de Constance, herido de guerra, estaba congelado de la cintura para abajo. Era feliz de haber sobrevivido, pero la batalla le había impreso una melancolía eterna. Y no podrían tener hijos.

Después habla de la joven Constance, lady Chatterley: “Rubicunda, de aspecto campesino, tenía el pelo castaño, un cuerpo fuerte y movimientos pausados, llenos de una energía poco frecuente. Era de ojos grandes y admirativos, con una voz dulce y suave; parecía recién salida de su pueblo natal. Nada de esto era cierto. Su padre era el anciano Sir Malcolm Reid, en tiempos muy conocido como miembro de la Real Academia de Pintura. Su madre había sido una de las cultas Fabianas de la floreciente época preRafaelista. Entre artistas y socialistas cultos, Constance y su hermana Hilda habían tenido lo que podría llamarse una educación estéticamente poco convencional. Las habían enviado a París, Florencia y Roma para respirar arte, y habían ido en la otra dirección, hacia La Haya y Berlín, a los grandes congresos socialistas, donde los oradores hablaban en todas las lenguas civilizadas sin que nadie se asombrara. Las dos chicas, por tanto, y desde edad muy temprana, no se sentían intimidadas ni por el arte ni por la política teórica. Era su ambiente natural. Eran al mismo tiempo cosmopolitas y provincianas, con el provincialismo cosmopolita del arte mezclado con las ideas sociales puras”.

“Las habían enviado a Dresde a los quince años, para aprender música entre otras cosas. Y lo pasaron bien allí. Vivían libremente entre los estudiantes, discutían con los hombres sobre temas filosóficos, sociológicos y artísticos; eran como los hombres mismos: sólo que mejor, porque eran mujeres. Patearon los bosques con jóvenes robustos provistos de guitarras, ¡tling, tling! Cantaban las canciones de los Wandervógel, y eran libres. ¡Libres! La gran palabra. Al aire del mundo, en los bosques de la alborada, entre compañeros vitales y de magnífica voz, libres de hacer lo que quisieran y —sobre todo— de decir lo que les viniera en gana. Hablar era la categoría suprema: el apasionado intercambio de conversación. El amor era un acompañamiento menor”.

Las hermanas también habían tenido “sus aventuras amorosas”, aunque el autor cuenta que era algo más bien accesorio para ellas, que venía unido a lo verdaderamente estimulante: los debates, la libertad de pensamiento y los momentos que compartían con sus pares varones.

Estos pasajes, en apenas el comienzo del libro publicado en 1928. No extraña que a muchas sociedades les haya parecido inadmisible e ilegal.

La trama, entonces, continúa así:

“Connie era consciente, sin embargo, de un creciente desasosiego. A causa de su falta de relación, una inquietud se iba apoderando de ella como una locura. Crispaba sus miembros aunque ella no quisiera moverlos, sacudía su espina dorsal cuando ella no quería incorporarse, sino que prefería descansar confortablemente. Se removía dentro de su cuerpo, en su vientre, en algún lado, hasta que se veía obligada a saltar al agua y nadar para librarse de ello. Hacía latir agitadamente su corazón sin motivo. Y estaba adelgazando.

El primer hombre con el que inicia un coqueteo es Michaelis, un artista que está de visita un tiempo en lo de los Chatterley. Pero luego su marido le presenta a Oliver Mellors, el guardabosque de sus tierras. Y Constance es cautivada por su virilidad, por su rudeza, aunque rechaza su forma de hablar, sus modos ordinarios, su clase social. Pese a que el autor, Lawrence, resaltará de este trabajador rústico sus conocimientos literarios, de la lengua pura y de los usos y costumbres de la aristocracia.

Poco a poco, lady Chatterley bailará con él una danza de miradas tensas, de pieles erizadas. Y un hilo invisible entre ellos, a veces más cercano a la atracción, otras al rechazo, culminará por enredarlos en el suelo de una cabaña, refugio del guardabosques.

Allí comienza un intenso triángulo amoroso, tejido en un texo en el que el autor, a través de ese vínculo que representa algo que podría definirse como la justicia social del sexo, critíca las jerarquías de clase tan definidas e instaladas en la sociedad inglesa de la época, el derroche aristocrático y las carencias de los trabajadores. Y, no contento con describir los encuentros carnales de manera explícita, destaca la búsqueda del placer sexual e intelectual y la satisfacción de los deseos femeninos, algo que un siglo después todavía resulta complejo de contemplar y comprender.

A los ingleses de aquellas décadas les sobraban los motivos para escandalizarse y condenar el libro aunque, como un secreto a voces, muchos de ellos lo circularan y leyeran a escondidas.

Cuando terminó su novela, Lawrence publicó una primera edición en forma privada en Florencia, donde vivía en ese momento, y un año más tarde, en 1929, en Francia. Pero el runrún sobre su contenido no apto para todo público —en muchas jurisdicciones considerado ilegal por violar leyes contra el “conteido obsceno”— corrió como la pólvora por los países europeos, Estados Unidos, Australia y Japón, que no titubearon y lo prohibieron: la novela violaba las normas de buen comportamiento social.

Un elogio del libertinaje y de la pornografía”, sentenciaban algunas críticas y lectores escandalizados, con ínfulas de dueños de la moral.

Esto no sucedió sin escándalo en el medio.

El fallo no solo liberó de la censura al amante de Lady Chatterley sino también a otros libros vetados hasta entonces, como Trópico de Cáncer, de Henry Miller, y Fanny Hill. Memorias de una cortesana, de John Cleland, y flexibilizó las leyes contra la obscenidad, anunciando un cambio de época y sentando un precedente en la defensa de la libertad de expresión.

Al año siguiente, en 1960, Reino Unido sería escenario de un hecho similar cuando la editorial Penguin Books decidió publicar la versión original de la novela. Eran tiempos en los que a escritores y editores británicos los inquietaba el volumen de libros que estaban siendo prohibidos por obscenidad. Por lo que, un poco a modo de respuesta, en 1959, el Parlamento había aprobado una nueva Ley de Publicaciones Obscenas que se adjudicaba la tarea de “proteger la literatura y reforzar la legislación sobre pornografía”. Esa norma brindaba algunas garantías para quien fuera señalado por publicar un “libro sucio”, ya que esgrimía que, si tenía valor literario, una obra podía publicarse aun si para el común de las personas resultaba provocadora o escandalosa.

Cuando el asesor legal de la Corona, Reginald Manningham-Buller, leyó los primeros cuatro capítulos de la novela le escribió al fiscal general: debía iniciar acciones legales contra Penguin. “Espero que consigas una condena”, dijo.

Testigos expertos y más de una treintena de escritores participaron en el juicio a favor de la publicación de la obra, junto a algunos políticos destacados. En su contra, la parte acusadora esgrimió motivos como que el sexo descrito era pura pornografía, e interpelaba al jurado y al juez preguntándoles si lo dejarían en sus casas al alcance de sus hijos, y si permitirían que lo leyeran “sus esposas y criados”; además de señalar las palabras ordinarias de sus páginas.

Pese a los obstáculos —como que para su impresión Penguin debió contratar una nueva imprenta, ya que aquella con la que trabajaban usualmente se había negado a emitir el libro—, El amante de Lady Chatterley rompió sus ataduras de inmediato y estuvo disponible en las librerías donde los vendedores veían agotarse, una y otra vez, su stock.

Como sucedió con Cometierra y su intento de censura, el juicio y el deseo de prohibición de una parte de la sociedad inglesa fueron la mejor publicidad para la obra de Lawrence: los 200.000 ejemplares de la primera tirada después de su legalización en Reino Unido fueron vendidos el mismo día de su publicación. Llegaría a vender tres millones de copias en tres meses. Y a convertirse en el segundo bestseller de la editorial, detrás de La Odisea.

Fuente: telam

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